sábado, 20 de septiembre de 2008

Publicado en el número 6 de SP revista

  1. Me gustaría que las librerías se llamaran tiendas de libros. Evitaríamos la odiosa confusión con las bibliotecas y quizá el nombre les daría el estatuto de normalidad del que ahora no gozan. Como si dar una vuelta por la librería y comprar, pongamos, la última novela de José Agustín no fuera tan distinto que reponer mi camisa azul con el cuello luido o ir al súper por los dos kilos de queso que necesito para las quesadillas de la semana.

  1. Ya lo sé: lo insólito es ver a un descamisado por la calle, a los hambrientos y a los analfabetos ya estamos acostumbrados. Otra cosa que sé: lo que pasa cuando en los discursos del maestro, del padre de familia, de cualquiera que crea representar a las buenas conciencias se alaba y se exalta al libro y a la lectura como algo sublime. Cuando hablen así del queso se acaban las quesadillas, carajo.

  1. Dentro de la librería me siento como en una gran fiesta: disfruto lo diferentes que son los asistentes, lo que cada quien hace, piensa y dice. Me gusta platicar con los que conozco, oírlos y hablarles. Más disfruto con los que son mis amigos. Pero la verdadera atracción de la fiesta la ejercen en mí los que apenas de oídas sé que existen o ahí veo por primera vez. Con frecuencia con ellos acabo conversando largo, por muchos años.

  1. Al lector no le llamamos consumista. ¿Será porque si nadie tiene más estatus que el metrosexual con el closet repleto al otro extremo el lector es un marciano loco? A lo mejor por eso me gusta vender objetos que pesan, huelen y ocupan un espacio pero que sólo se entregan a su dueño luego de una pelea más o menos difícil con él, llenándolo de más dudas y otorgándole un discutible estatus, haciéndolo sospechoso, por no decir invisible, para la mayoría.

  1. ¿Qué libros elegir? ¿Cuáles dejar fuera? Decisiones que definen la tienda –la librería- y que deben hacerse todos los días. Complicadas decisiones de cara a la difusa imagen del posible lector, ese personaje de leyenda urbana aún por contarse. Balancear lo que quiero, lo que me gusta y quisiera que a otros les gustara pero quién sabe si venderé, o seguro no, con las autoayudas y superaciones personales y coyunturas políticas, escándalos narcopolicíacos y sagas infames con tantos miles de ejemplares vendidos pero que me ayudarán a pagar la nómina. Seguirle el rastro a ésos libros que recuerdo haber disfrutado pero cuya editorial quebró o fue absorbida por uno de ésos enormes conglomerados mediáticos que compran editoriales como bolsas de palomitas.

  1. El otro día una amiga me preguntó: ¿quién es tu competencia? Esperaba un nombre hindú o gringo, mi respuesta creo que la preocupó más: la tele, los videojuegos, YouTube, Facebook, Cinépolis, Disney. Todo lo que hace en su tiempo libre el homo videns, que de los ochentas para acá, somos todos. Como decía un López Portillo de quien recuerdo con nostalgia su vasta cultura que –por venir, supongo, en paquete junto a su soberbia- tanto dañó a este país de diabólicos veneros.

  1. Ya revisé miles de títulos y autores en Excel, parpadeé frente a la pantalla por horas hasta quedar bizco. Entonces imagino que es cosa de mandar el mail y los libros llegarán la semana próxima. Viene lo mejor: la editorial no me conoce, no me cree, no me surte. Olfatea una morosidad con la que no quiere lidiar, quizá algo peor. Me conmueve mi ingenuidad de librero advenedizo: ¿no se quejan de los pocos puntos de venta, de ciudades con millones de habitantes con tres librerías? Pues aquí estoy yo, desfacedor de entuertos, ¡que vengan los libros! Y claro, lo obvio: la rutinaria voz me dice en el teléfono: “primero mándame tu solicitud de crédito, adjúntale la CURP, la credencial del IFE, el RFC, la R-1, una carta reciente de los bomberos y no olvides las escrituras de tu casa ni tus referencias de crédito de cuatro proveedores y dos bancos”. Cuando me toma la llamada luego de dos meses dejándole recados en su voice mail la voz me dirá que con mucho gusto me surte el pedido, sólo que en firme y pagado por adelantado.

  1. ¿Quién va a comprar El hombre sin atributos, dos tomos, mil y muchas páginas, ochocientos cincuenta pesos? Seguro que no lo hará el que me pregunta por el descuento antes que por la sección de libros de cocina. No el que entra con prisa y con dos niños al lado, a quienes prohíbe hablar y tocar y que se va enojado, con prisas y viéndome con sospecha cuando se entera que no vendo películas ni me oye cuando le digo que hay unos libros que quizá le gustarían a los que supongo sus hijos, a los que empiezo a compadecer. Tampoco la turista gringa que casi para cerrar llega temblorosa buscando un libro con las ansias del fumador empedernido que se quedó sin cigarros y le aterroriza llegar a su casa sin ellos. Menos el que me pregunta por un libro para presumir que ya lo leyó. Y pero aún: a media librería, con cinco pendientes urgentes en mi cabeza, me lo quiere contar pero ya no se acuerda bien. Difícilmente alguno de los que, camuflado en el grupo de amigos que entra en bola a la librería, mientras atiendo a los dos o tres que no paran de preguntar por títulos imposibles, se roba quién sabe qué cosas. O me deja con la horrible y tantas veces comprobada sensación de que lo hizo. Tampoco el que entra, pregunta por un libro que por supuesto no tengo y no acepta sugerencia alguna del tema o el autor pues él ya sabe lo que quiere y no espera recomendaciones de nadie. Mis peores temores se pueblan de cuentas por pagar mientras me veo haciendo cola en Comisión con el funcionario con quien he de negociar la reconexión por falta de pago. ¿Quién?

  1. Como las editoriales tratan directamente con las escuelas y les dan cursos, les llevan magos, payasos y juglares, les organizan ferias y les dan a ganar con sus libros los niños casi no van a comprar libros a las tiendas de libros. Por eso cuando de casualidad llegan a una librería, se mueven con la soltura de un paralítico sin silla de ruedas. ¿Y qué tal en la zapatería o el súper? Ahí danzan con gracia, quizá porque han ido desde pequeños. En el colegio dejamos de aprender muchas cosas, entre ellas ir a librerías.

  1. En medio de las miles de editoriales, los millones de títulos, los incontables autores y las distintas versiones y traducciones seleccionar unas cuantas cosas que conozco y en las que creo.

  1. Incluir a las editoriales, a los autores, a los libros que no han estado ni estarán en los Sanborns porque no soy tan materialista, porque soy buena onda, por justicia poética, por genuino interés, por llevar la contra, porque quiero parecer original, inteligente y culto. También porque creo que incluir ésos libros hará posible que alguien se anime a arriesgar una lectura que lo perturbará o lo disgustará o lo hará dudar o lo hará feliz al menos unas horas.

  1. Propiciar encuentros inesperados entre quien entra buscando, por ejemplo, una novela de éxito que vio anunciada y se topa con el libro que no imaginaba leer y que le dice algo importante o lo conmueve profundamente. Esa persona, supongo, preferirá mi librería al Sanborns de la esquina.

  1. Me gusta pensar mi librería como un texto que será leído poco a poco por alguien: desde la puerta, los muebles, los muros y la luz hasta la distribución y el orden de los libros, las ausencias y las presencias, los subrayados y los énfasis, las omisiones y los errores, la librería será el texto que escribo sin palabras: con libros de otros.

José Luis Escalera

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me agradó eso de pensar en la librería como en un gran libro; más allá de las páginas de los autores también están la arquitectura y la fuente en el centro, cierta luz que se cuela por las ventanas. Supongo que eso es una estética.