domingo, 21 de septiembre de 2008

El Roto fue presentado y su cuento fue narrado al público



'El Roto' un personaje niño de tan sólo cinco trazos rectos y un pelo de aparentes víboras en movimiento, logró convocar a un amplió público de pequeños y adultos durante la presentación de su historia en forma de libro, la cual contó Teresa C. Palma el sábado 20 de septiembre en Profética, la Casa de la Lectura.
Con los autores de El Roto, Mariano Amador y Juan Pablo Chargoy, además de la diseñadora Alma Navarro, estuvieron los presentadores Eduardo Sabugal, de la Universidad de las Américas Puebla; Ernesto Cortés del Instituto Municipal de Arte y Cultura, y Ricardo Cartas, escritor y maestro de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, quienes conocían a los autores de la historia y saben del montaje escénico que se hará sobre el libro y coincidieron en resaltar los valores tanto humanos que difunde la publicación, como los de ésta en tanto objeto.
El libro, producido y editado por Ímago estará de venta ahora en Profética, la Casa de la lectura de la Calle 3 Sur número 701, en el Centro Histórico de la ciudad de Puebla y en su sucursal de la UDLAP, en San Andrés Cholula.
Los presentadores, en su variedad —un maestro en lengua y literatura, un promotor cultural y artista plástico, y un catedrático y novelista— se asombraron ante la calidad del libro de gran formato, pasta dura, diseño atractivo y colores únicos, extraordinarios como pidieron los autores a la diseñadora los encontrara.
Larga fue la mesa de los presentadores, pues además de los tres invitados, estuvieron ahí todos los involucrados en el proyecto de El Roto, el cual incluye, además del libro un montaje escénico con teatro, danza y proyecciones de video, el cual será presentado el próximo viernes 26 de septiembre en el Teatro de la ciudad, frente al Zócalo de la capital poblana.
¿Cómo es un personaje roto, qué puede hacer, cómo enfrenta al mundo? Y en ese mundo donde el personaje vive ¿qué es la amistad, quiénes son los verdaderos amigos? Un día en que estaba solo, Mariano Amador comenzó a trabajar sobre alguien así en circunstancias que le llevan a cuestionarse muchas cosas, lo cual dio por resultado El Roto.
Teresa C. Palma fue, sin duda, quien cargó con un peso especial en la presentación del texto editado por Ímago, pues sólo tuvo que valerse de algunas figuras y el libro para contar la historia de un ser solitario que cree y después descree de la amistad, y cuya aventura debe leerse en voz alta, por los propios niños y por ellos acompañados de sus padres.
Palma, con su actuación, continuó con la tradición de cuentacuentos que, los sábados ofrece Profética en su programa ¡Cuidado, cuentos sueltos!

sábado, 20 de septiembre de 2008

Publicado en el número 6 de SP revista

  1. Me gustaría que las librerías se llamaran tiendas de libros. Evitaríamos la odiosa confusión con las bibliotecas y quizá el nombre les daría el estatuto de normalidad del que ahora no gozan. Como si dar una vuelta por la librería y comprar, pongamos, la última novela de José Agustín no fuera tan distinto que reponer mi camisa azul con el cuello luido o ir al súper por los dos kilos de queso que necesito para las quesadillas de la semana.

  1. Ya lo sé: lo insólito es ver a un descamisado por la calle, a los hambrientos y a los analfabetos ya estamos acostumbrados. Otra cosa que sé: lo que pasa cuando en los discursos del maestro, del padre de familia, de cualquiera que crea representar a las buenas conciencias se alaba y se exalta al libro y a la lectura como algo sublime. Cuando hablen así del queso se acaban las quesadillas, carajo.

  1. Dentro de la librería me siento como en una gran fiesta: disfruto lo diferentes que son los asistentes, lo que cada quien hace, piensa y dice. Me gusta platicar con los que conozco, oírlos y hablarles. Más disfruto con los que son mis amigos. Pero la verdadera atracción de la fiesta la ejercen en mí los que apenas de oídas sé que existen o ahí veo por primera vez. Con frecuencia con ellos acabo conversando largo, por muchos años.

  1. Al lector no le llamamos consumista. ¿Será porque si nadie tiene más estatus que el metrosexual con el closet repleto al otro extremo el lector es un marciano loco? A lo mejor por eso me gusta vender objetos que pesan, huelen y ocupan un espacio pero que sólo se entregan a su dueño luego de una pelea más o menos difícil con él, llenándolo de más dudas y otorgándole un discutible estatus, haciéndolo sospechoso, por no decir invisible, para la mayoría.

  1. ¿Qué libros elegir? ¿Cuáles dejar fuera? Decisiones que definen la tienda –la librería- y que deben hacerse todos los días. Complicadas decisiones de cara a la difusa imagen del posible lector, ese personaje de leyenda urbana aún por contarse. Balancear lo que quiero, lo que me gusta y quisiera que a otros les gustara pero quién sabe si venderé, o seguro no, con las autoayudas y superaciones personales y coyunturas políticas, escándalos narcopolicíacos y sagas infames con tantos miles de ejemplares vendidos pero que me ayudarán a pagar la nómina. Seguirle el rastro a ésos libros que recuerdo haber disfrutado pero cuya editorial quebró o fue absorbida por uno de ésos enormes conglomerados mediáticos que compran editoriales como bolsas de palomitas.

  1. El otro día una amiga me preguntó: ¿quién es tu competencia? Esperaba un nombre hindú o gringo, mi respuesta creo que la preocupó más: la tele, los videojuegos, YouTube, Facebook, Cinépolis, Disney. Todo lo que hace en su tiempo libre el homo videns, que de los ochentas para acá, somos todos. Como decía un López Portillo de quien recuerdo con nostalgia su vasta cultura que –por venir, supongo, en paquete junto a su soberbia- tanto dañó a este país de diabólicos veneros.

  1. Ya revisé miles de títulos y autores en Excel, parpadeé frente a la pantalla por horas hasta quedar bizco. Entonces imagino que es cosa de mandar el mail y los libros llegarán la semana próxima. Viene lo mejor: la editorial no me conoce, no me cree, no me surte. Olfatea una morosidad con la que no quiere lidiar, quizá algo peor. Me conmueve mi ingenuidad de librero advenedizo: ¿no se quejan de los pocos puntos de venta, de ciudades con millones de habitantes con tres librerías? Pues aquí estoy yo, desfacedor de entuertos, ¡que vengan los libros! Y claro, lo obvio: la rutinaria voz me dice en el teléfono: “primero mándame tu solicitud de crédito, adjúntale la CURP, la credencial del IFE, el RFC, la R-1, una carta reciente de los bomberos y no olvides las escrituras de tu casa ni tus referencias de crédito de cuatro proveedores y dos bancos”. Cuando me toma la llamada luego de dos meses dejándole recados en su voice mail la voz me dirá que con mucho gusto me surte el pedido, sólo que en firme y pagado por adelantado.

  1. ¿Quién va a comprar El hombre sin atributos, dos tomos, mil y muchas páginas, ochocientos cincuenta pesos? Seguro que no lo hará el que me pregunta por el descuento antes que por la sección de libros de cocina. No el que entra con prisa y con dos niños al lado, a quienes prohíbe hablar y tocar y que se va enojado, con prisas y viéndome con sospecha cuando se entera que no vendo películas ni me oye cuando le digo que hay unos libros que quizá le gustarían a los que supongo sus hijos, a los que empiezo a compadecer. Tampoco la turista gringa que casi para cerrar llega temblorosa buscando un libro con las ansias del fumador empedernido que se quedó sin cigarros y le aterroriza llegar a su casa sin ellos. Menos el que me pregunta por un libro para presumir que ya lo leyó. Y pero aún: a media librería, con cinco pendientes urgentes en mi cabeza, me lo quiere contar pero ya no se acuerda bien. Difícilmente alguno de los que, camuflado en el grupo de amigos que entra en bola a la librería, mientras atiendo a los dos o tres que no paran de preguntar por títulos imposibles, se roba quién sabe qué cosas. O me deja con la horrible y tantas veces comprobada sensación de que lo hizo. Tampoco el que entra, pregunta por un libro que por supuesto no tengo y no acepta sugerencia alguna del tema o el autor pues él ya sabe lo que quiere y no espera recomendaciones de nadie. Mis peores temores se pueblan de cuentas por pagar mientras me veo haciendo cola en Comisión con el funcionario con quien he de negociar la reconexión por falta de pago. ¿Quién?

  1. Como las editoriales tratan directamente con las escuelas y les dan cursos, les llevan magos, payasos y juglares, les organizan ferias y les dan a ganar con sus libros los niños casi no van a comprar libros a las tiendas de libros. Por eso cuando de casualidad llegan a una librería, se mueven con la soltura de un paralítico sin silla de ruedas. ¿Y qué tal en la zapatería o el súper? Ahí danzan con gracia, quizá porque han ido desde pequeños. En el colegio dejamos de aprender muchas cosas, entre ellas ir a librerías.

  1. En medio de las miles de editoriales, los millones de títulos, los incontables autores y las distintas versiones y traducciones seleccionar unas cuantas cosas que conozco y en las que creo.

  1. Incluir a las editoriales, a los autores, a los libros que no han estado ni estarán en los Sanborns porque no soy tan materialista, porque soy buena onda, por justicia poética, por genuino interés, por llevar la contra, porque quiero parecer original, inteligente y culto. También porque creo que incluir ésos libros hará posible que alguien se anime a arriesgar una lectura que lo perturbará o lo disgustará o lo hará dudar o lo hará feliz al menos unas horas.

  1. Propiciar encuentros inesperados entre quien entra buscando, por ejemplo, una novela de éxito que vio anunciada y se topa con el libro que no imaginaba leer y que le dice algo importante o lo conmueve profundamente. Esa persona, supongo, preferirá mi librería al Sanborns de la esquina.

  1. Me gusta pensar mi librería como un texto que será leído poco a poco por alguien: desde la puerta, los muebles, los muros y la luz hasta la distribución y el orden de los libros, las ausencias y las presencias, los subrayados y los énfasis, las omisiones y los errores, la librería será el texto que escribo sin palabras: con libros de otros.

José Luis Escalera

Tryno Maldonado presentó su generación, la de los setenta









El viernes 19 de septiembre Tryno Maldonado presentó en Profética, la Casa de la lectura su libro Grandes hits Vol. 1 editado por Almadía este año 2008. Le acompañaron Jaime Mesa y Eduardo Montagner. De éste novelista poblano reproducimos a continuación un fragmento de su texto leído en ése acto.





De generaciones literarias


Eduardo Montagner


No es la primera vez que lo digo en público: lo hice ya en la mesa Técnicos VS Rudos donde participé en abril pasado, junto con los demás antologados en Grandes Hits, durante el Segundo Encuentro Internacional de Escritores en Oaxaca. No supe bien si Bernardo Esquinca y Luis Felipe Lomelí, aquella vez, fueron los rudos, mientras que Alain-Paul Mallard y yo los técnicos. Alain-Paul y yo decidimos no ponernos las máscaras de luchador que nos dieron. Tryno, que moderaba la mesa, dijo que al parecer sería un encuentro máscara contra cabellera. Yo no me puse la máscara, entre otras cosas, porque Alberto Chimal me dijo que era muy incómoda; Mallard la usó para meter en ella unos papelitos como de rifa que distribuyó entre el público para regalar un ejemplar de su inencontrable novela Evocación de Matthias Stimmberg.
Lo que debo decir por segunda ocasión en público es que, la primera vez que escuché la insensatez de que yo, sólo por haber nacido en 1975, pertenecía a una generación, sin importar mis muy particulares intereses y formas de ver la literatura, me sublevé, y fue justo Jaime Mesa, aquí presente, quien me dio la terrible noticia.
No suelo leer literatura guiado por la generación de un escritor, y muy raras veces —si en verdad lo he hecho— investigo quién compartió generación con los escritores que me marcan; acaso la excepción sea la llamada generación de medio siglo, pero ni en este caso los he leído a todos, y a unos los he leído y releído más que a otros.
Al tomar conciencia de pertenecer a una generación, entonces, de repente sentí que no sólo sería necesario, como creía, librar la batalla —y ojalá que ganar la guerra— en soledad, contra mis propios demonios, ante la literatura, sino también, por absurdo y paradójico que pudiera parecerme (en vista de que uno de tantos motivos que me condujeron al camino de la escritura fue huir de lo social), también tratar de encajar o no en una especie de sociedad ahora emanada justo desde las letras, de mi deseo no sólo de leerlas sino también de hacerlas. Y no era ni siquiera la sociedad de los escritores leídos con veneración en mis años lejanos, aquéllos hacia quienes me nacía un deseo espontáneo por conocerlos, por tratar de entender en la convivencia algo más sobre sus obras; de hecho, algunos de estos escritores serán ya siempre para mí sólo sus libros, nunca sus personas, como los tres juanes: Juan García Ponce, Juan Manuel Torres y Juan Vicente Melo, entre otros, mexicanos y extranjeros, que con sus muertes acaso me libraron de conocer a los tipos simpáticos o detestables que en soledad crearon lo único que ahora queda y debe quedar de ellos.
Soy una persona que necesita de la pátina del tiempo sobre las obras para degustarlas mejor. Puede que el único escritor mexicano con quien he establecido la relación de sus libros leídos años atrás y la de esporádica convivencia sea Sergio Pitol. No creo que mi percepción sobre su obra haya cambiado por eso. Con Daniel Sada y Mario Bellatin ha sido diferente, pues he ido conociendo de manera simultánea al escritor y a su obra en plena actividad. Hasta ahora he hablado de escritores vivos de las generaciones de los 30, 50 y 60. Hasta aquí, las afinidades han sido espontáneas, fortuitas, humanas, qué sé yo, pero, sobre todo, literarias.
Hablar sobre generaciones literarias me parece un despropósito, sobre todo tomando en cuenta que siempre es el tiempo el que dice la última palabra. Hace poco, el escritor Álvaro Enrigue dijo que Sergio Pitol, con su libro El arte de la fuga, cohesionó de algún modo a una generación de escritores muy sólidos que seguía dispersa. Ahora sólo se puede elucubrar, hablar casi más que nada por morbo.
Hace meses correspondió curiosamente a Jaime Mesa bautizar esta generación en el suplemento Laberinto de Milenio como “la generación inexistente”, calificativo que han tomado incluso luego algunos otros medios nacionales que hablan de una generación de narradores en busca de su identidad.
Saber de una especie de camada literaria de la que yo debía estar enterado por formar de repente parte de ella, me pareció poco menos que una obligación engorrosa. Casi se puede decir que conocí los nombres de los culpables de haber nacido en la misma década que yo hasta que leí la contraportada de la antología hecha por Tryno. De algunos, claro, ya me sonaban sus nombres, como el propio Tryno Maldonado, Alberto Chimal, David Miklos, Guadalupe Nettel, Antonio Ortuño, Heriberto Yépez y Martín Solares, pero casi siempre más por conversaciones que por verdaderas lecturas.
Sin embargo, claro, accedí gustoso a la invitación de Tryno: o no me importó gran cosa permitir que con el cuento que envié aceptaba pertenecer a la generación de narradores mexicanos de los 70 o me limité a lanzar con curiosidad el texto como si fuera una piedra en un recinto oscuro y desconocido, del que sólo sabía que terminaría saliendo una publicación, cosa que desde luego siempre me entusiasma y agradezco. Pero si la invitación hubiera llegado por cualquier otro sólido motivo antologador, mi cuento también estaría allí.
Luego, cuando en abril pasado por fin llegó el momento de ir a Oaxaca y, por así decirlo, de enfrentarme con mis coetáneos literarios, comenzó un acercamiento distinto, donde todos nos preguntábamos qué nos unía y más de uno respondió que nada. Se me ocurrió decir que el vínculo era, en efecto, la antología de Tryno, a la que algún achispado nocturno empezó a nombrar como la ‘trynología’.
No sé si entre algunos de los demás antologados se haya producido una amistad, un contacto más allá de los días vividos en Oaxaca. En lo personal, aun teniendo los correos electrónicos de todos ellos, he básicamente seguido comunicándome sólo con Tryno. Antonio Ortuño continúa siendo para mí, más que nada, el amigo de Jaime, y sólo he escrito de manera entrecortada mails a Alain-Paul Mallard, Pablo Raphael, Juan José Rodríguez y Jorge Harmodio. Más bien podría yo decir que gracias al Encuentro trabé inesperada amistad con Jorge Moch, el de la novela Sonrisa de gato, nacido en 1966.
Curiosamente, aparte de algunos narradores nacidos en los 70 que conocía por referencias y que no fueron incluidos en la presente antología por las razones que Tryno explica en el prólogo, justo por las fechas del encuentro en Oaxaca fueron editados algunos libros de narradores de esta misma década, empezando por la novela Rabia, de Mesa, y a Emiliano Monge, tampoco incluido, fui a conocerlo precisamente durante las jornadas del Encuentro. Es como una especie de epidemia, hoy por hoy: casi se puede decir “levanta una piedra y habrá un narrador nacido en los 70”. Del último me acabo de enterar hace una semana, y es publicado por Tusquets.


(...)

Sobre la polémica que se desató meses después de aparecida la antología quizás no tenga yo demasiado que decir. Desde luego, eran de esperarse. Una antología siempre es una especie de arca de Noé donde no están todos los que tendrían que estar y donde hay dos o tres que incluso los propios antologados se preguntan por qué está ahí. Baste decir que veo con gusto y concuerdo con lo que han señalado casi todas las reseñas: el cuento de Alain-Paul Mallard resplandece como acaso el más destacable, y no entiendo del todo por qué ha pasado casi desapercibido el de Pablo Raphael. Juicios, por supuesto, por demás subjetivos, los que acabo de hacer. A veces se han salvado unos cuentos, otras otros, y algunos han sido realmente condenados. Excepción hecha del de Alain-Paul Mallard tal vez, no sé si alguno de los cuentos de esta antología llegue a ser un gran hit. Quizá el hit sea la propia Trynología y, a partir de ella comiencen a sonar algunos acordes, acaso dos o tres piezas completas.
Cuando encuentro una reseña más, casi me limito a ver ahora quién se salvó y quién no, y leo con rapidez la controversia nunca faltante sobre el mecanismo de selección de Tryno, basada en la inicial recomendación autorizada de escritores con notoriedad para dar paso a la selección del antologador y del Consejo Editorial de Almadía, y moldeada por un ruido de fondo de las cosas que ocurrían en el mundo cuando los narradores setenteros íbamos creciendo. Claro, yo nunca tuve un Atari ni un Nintendo, jamás maté por tener uno, y más bien —por mi repulsión innata a los juegos— ver a mis primos enajenados con el Nintendo significaba que ya no jugaríamos a otras cosas, y que yo tendría que permanecer horas viéndolos absortos en eso. Pero tampoco, como han criticado otros, encuentro nada de malo en que un joven autor se acerque a los escritores reconocidos que él también reconoce, tal vez no como patriarcas, como dice Tryno, y sí un poco como tíos o abuelos, pero más que nada como escritores a secas. Dicho en otros términos, no se me ocurre pensar mal de un joven abogado que dialoga con uno con sobrada experiencia. Voy más allá: en lo personal, el hecho de haber convivido y dialogado con Daniel Sada, Mario Bellatin o Sergio Pitol, lejos de indicar que yo no sea antisocial o que haya dejado de confiar en la necesaria cuota de soledad que implica escribir una obra, significa justamente que mi antisocialidad me alejó del mundo que supuestamente debí haber habitado sin más y me lanzó a trompicones hasta ellos, del mismo modo en que hace casi diez años me encontré en Japón, yo solo, interrogando a los japoneses sobre su lengua, buscando mis propias claves. No podía ser de otra manera: mi vida estaría incompleta de no haber sido así.
Puede que la posible generalización que Tryno hizo de los antologados —porque tampoco, quizás, se trataba de hacer una biografía comparada de los 19 incluidos— haya producido, por contagio, generalizaciones de los críticos. Ahora, quienes han tomado demasiado en serio el título y el diseño de este libro, nos ven como una especie de RBD literario donde casi todos somos meras estrellas con un gran hit que pocos o nadie conoce.
En lo personal, me queda la satisfacción de haber contribuido a esta antología con un cuento que escribí antes de ser invitado, una narración que intenta dimensionar un poco más el universo literario que deseo configurar, ahondando con mayor saña en la llaga. Si este texto mío dice algo a los lectores o si en alguna forma contribuye a completar cierta panorámica de no sé qué, definirlo es tarea de alguien más, como pasará con los restantes textos de la antología.
Escucha aquí el audio completo
I, II, III, IV

jueves, 18 de septiembre de 2008

Gabriela Puente dio de patadas bajo la mesa




Una mirada múltiple al Yo y sus divisiones y crispaciones, y los diálogos que se pueden establecer con él ofreció la poeta Gabriela Puente en Profética, la Casa de la Lectura al presentar su nuevo poemario Patadas bajo la mesa, impreso por Anónimo Drama Ediciones.
A la lectura de los poemas hecha por su autora, precedió el fragmento de la obra Jugar a morir, adaptada y dirigida por Zaría Abreu sobre escritos de Alejandra Pizarnik en el cual actuaron Frida Islas, Iris García y Carlos Nohpal.
Abreu presentó el montaje pues considera hay una gran coincidencia entre las exploraciones y cuestionamientos realizados por la argentina Pizarnik y la poblana Puente: ambas usan de la escritura para preguntar quiénes son, cuáles es su origen, cuál puede ser la utilidad de la escritura e, incluso el valor de publicar o difundir lo escrito.
El tono dramático dejado por las actrices y el actor de Jugar a morir, no sólo fue mantenido sino incluso intensificado por Gabriela Puente, quien en su peculiar y personal estilo leyó su poemario del original mecanoescrito y en una computadora portátil, sola, sin acompañantes o comentaristas.
Antes, la poeta Puente reflexionó sobre los hechos violentos sucedidos en Morelia la noche del 15 de septiembre y consideró que, como ciudadanos, no debemos tener miedo y temor, sino enfrentar situaciones como ésa “con güevos”, con valor.
Después, la poblana leyó un poema breve de poeta ruso Vladimir Maiakowsky en el cual habla del peligro de la injerencia del Estado en la vida de los ciudadanos y el inminente fin de sus libertades por ello.
Gabriela Puente mostró a través de su lectura la madurez adquirida como poeta, pues en su obra hay un equilibrio entre el concepto y el oficio, entre lo que se dice y la forma de decirlo, experimentando, explorando otros terrenos, los cuales exigen de la escritora una mayor claridad y dominio para expresarse.
Nutrida fue la asistencia a la presentación de Patadas bajo la mesa; los asistentes escucharon la lectura de Gabriela Puente, compraron su libro y formaron una larga fila para solicitar el autógrafo de la autora.
Zaría Abreu, por su parte, considera la posibilidad de montar una temporada de Jugar a morir, con la obra completa para presentarla en Puebla.

Del blog de Sandro Cohen

Sandro Cohen publica un blog, "La caja resonante", que frecuento con gusto. Los invito a leer esta entrada, "Seríamos tan pobres", de junio pasado.

Va la liga:

http://sandrocohen.blogspot.com/2008/04/seramos-tan-pobres.html

jueves, 4 de septiembre de 2008

Alberto Ruy Sánchez, un autor maravillado



“Toda mi literatura está alimentada por el deseo,


especialmente por el deseo femenino” les confesó a sus lectoras y lectores el escritor Alberto Ruy Sánchez en Profética, Casa de la Lectura.



Organizado al alimón con "Letras Voladoras, A.C." un grupo variado de hombres y mujeres se inscribió en Profética al taller de lectura de dos obras de Ruy Sánchez —Los nombres del aire y Los jardines secretos de Mogador— el cual luego de cuatro sesiones de lectura presididas por José Luis Prado y Guillermo Garay concluyó con un encuentro de los lectores y el novelista, quien les dedicó poco más de cuatro horas para escuchar sus comentarios y análisis, además de responder a todas las preguntas que le hicieron.

Gran conversador, Alberto Ruy Sánchez compartió con sus lectores desde los fundamentos religiosos y filosóficos que han permeado sus obras hasta los viajes por el mundo islámico en el cual se ha inspirado y le ha hecho ganar un amplio respeto como autor, precisamente ahí.

Con sus libros subrayados, con anotaciones al margen, con las huellas de haber sido leídos una y otra vez, o con otros ejemplares recientemente adquiridos los lectores en su encuentro con el autor de Los nombres del aire hicieron de Profética un salón de clases, un ágora, una sala de conferencias o de una casa habitación, pues la sapiencia del ponente y la comodidad en la cual se hallaron los contertulios fueron dos de las más destacadas características del encuentro entre el creador y su público.


Sin querer imponer la verdad; sin deseos de adoctrinar Alberto Ruy Sánchez se confesó poeta que busca cada día mantener viva su capacidad de asombro; por ello comentó: “Lo maravilloso es que exista un lugar como Profética donde vendan mis libros y los lectores se puedan reunir para discutirlos y compartir encuentros” como el encabezado por él.


Atento y tomando nota mental de todos los comentarios que le hicieron, Ruy Sánchez reveló que su segunda novela se originó, precisamente de un intercambio de él con mujeres quienes le comentaron su primer libro y enriquecieron con ello su concepto del deseo.

Con un intercambio de direcciones de correo electrónico, con libros autografiados y una charla prolongada hasta la madrugada concluyó el trabajo y el día de un autor calificado de maravilloso por lectores maravillados.

El próximo novelista que participará en el programa de lectura y encuentro con autores organizado por Letras Voladoras y Profética será Óscar de la Borbolla.